sábado, 6 de diciembre de 2014

LA HISTORIA DEL AVENTURERO HÚNGARO

Con el título de El aventurero húngaro Anaïs Nin (1903-1977) escribió un breve cuento, incluido en la obra Delta de Venus, que arranca con la frescura y la contundencia de estas líneas: Hubo una vez un aventurero húngaro de sorprendente apostura, infalible encanto y gracia […] En todas partes se convertía en el centro de atracción de las mujeres […] Cuando necesitaba dinero, se casaba con una mujer rica, la saqueaba y se marchaba a otro país. Este inicio, que en sí podría considerarse un cuento cerrado, me traslada, por su redondez, al primer párrafo de Risa en la oscuridad, de Nabokov, quien en treinta y siete palabras sintetiza las más de doscientas páginas de la novela y, antes de continuar con la historia, advierte a quien pueda estar leyendo que tan sólo el interés y el placer de narrar la historia de Albinus le mueve a seguir escribiéndola (allá por los años treinta). Los cuentos que dan cuerpo al libro de Anaïs Nin, fueron escritos al inicio de la década de los cuarenta (aunque, al parecer, su publicación tuvo lugar muchos años más tarde, de manera póstuma). Ambos escritores fueron coetáneos –Nabokov era unos cuatro años mayor- y los dos fallecieron en 1977. Tal vez se conocieran y puede que llegasen a compartir algún secreto literario.

Foto de Anaïs Nin (http://thesecretkeeper.net/2013/12/22/anais-nin/)
¿Qué historia es esa del aventurero húngaro? Pues la de un apuesto y seductor joven que conoció a Anita, una danzarina brasileña, de ojos rasgados y mirada lasciva, que para deleite de sus admiradores […] se daba carmín en el sexo con su lápiz labial (Anaïs nos describe el sexo de Anita como una gigantesca flor de invernadero). Mientras tenía lugar la representación en el teatro, la bella brasileña visitaba los palcos oscuros, ocultos y llenos de hombres ricos a los que, en penumbras, mostraba casi por completo sus turgentes senos. Se arrodillaba lentamente separándoles las piernas y, parece ser que con una habilidad que sólo el diablo otorga, les moldeaba el pene con unas delicadas manos en las que, como en sueños, sonaba el tintineo de las joyas que con el tiempo había ido acumulando. Los miembros, duros, temblorosos, impacientes, obtenían el obsequio de aquella lengua y aquellos labios que sabían satisfacer en poco tiempo las necesidades volcánicas de sus dueños.
El aventurero húngaro, conocido también como el Barón, casi se enamoró de ella y llegaron a compartir el tiempo suficiente para tener dos hijos. Luego, como era su costumbre, se marchó y en su infatigable peregrinaje de país en país, de mujer en mujer, el Barón fue a compartir hotel en Roma con el embajador español, su esposa y sus dos hijas. De una forma ágil y elegante Anaïs narra sin rodeos la manera en que el perverso Barón, valiéndose de sus sutilezas, abusa de las dos niñas del embajador como si se tratara de un juego. El aventurero húngaro se adentra así en un tiempo en el que sus necesidades sexuales se hacen más y más urgentes, de manera que el ritmo de abandono y expolio de esposas acaudaladas llega a ser vertiginoso. Un buen día el Barón se entera de que la atractiva bailarina brasileña a la que casi llegó a amar había muerto; sus dos hijas, de quince y dieciséis años, quisieron vivir con él. Así es que las mandó a buscar y las instaló en Nueva York, junto con su más reciente esposa y un hijo tenido con ésta. Las dotes de seducción del Barón surtieron efecto en sus hijas adolescentes que, confiadas en su amor filial, acudieron a los juegos de cama a los que las invitaba el padre. Todo parecía un simple divertimento donde las risas provocadas por las cosquillas se entreveraban con las sábanas y las aviesas intenciones del progenitor, que una vez tras otra dejaba frotar su pene contra las carnes juguetonas de sus hijas hasta que la vehemencia de su deseo consiguió que las muchachas se resistieran, aunque de una forma tibia, ya que mientras vivieron con la madre habían presenciado y vivido experiencias de todo tipo. Un día, tras conseguir culminar el doble incesto, la obsesión por poseer a otro cuerpo le empujó a yacer urgentemente con su esposa. Cuando la mujer supo lo ocurrido, lo abandonó. Cegado por el deseo, el Barón acude sigiloso al dormitorio de su hijo, quien duerme plácidamente, con la boca entreabierta, hasta que, cerca ya de la asfixia, despierta con el ingobernable pene de su padre entre los dientes. Las niñas y el muchacho le abandonan, el Barón acaba sus días enloquecido y viejo.

Anaïs Nin con Henry Miller
La historia, que de entrada puede resultar grotesca,  nos muestra a un hombre muy atractivo, culto y ambicioso, lo que le abre fácilmente las puertas de lo que él más desea: divertirse con las mujeres y no estar sujeto a ningún compromiso más allá del tiempo imprescindible para hacer fortuna a su costa. ¿Realmente es algo tan extraño? Sin embargo, el conocimiento de Anita, la brasileña, le trastoca como nunca antes le había ocurrido, a pesar de lo cual, él seguirá dando vueltas a la misma noria casándose con otras. Con los años, su deseo sexual se desborda y se fija en objetos libidinosos convencionalmente prohibidos: dos niñas, de diez y once años, hijas de un embajador extranjero. La muerte de Anita le brinda la oportunidad de reencontrarse con sus hijas, dos atractivas adolescentes, que, en definitiva, pueden estar ocupando el lugar de la difunta bailarina, para lo que echará mano de su gran capacidad de seducción. Una vez logrado el objetivo sexual con las hijas, es lo suficientemente hábil para que la situación se mantenga en el más estricto secreto y que sea vivido por los protagonistas como algo que no lleve a escándalo. Sin embargo, su obsesión sexual es tal que amplía el incesto con su otro hijo. Llegado a este punto, la historia del Barón se resquebraja como un espejo sometido al calor y es abandonado por todos. Por desgracia, los medios de comunicación nos informan con una cierta frecuencia de casos similares en el ámbito de la realidad doméstica. Y aún resulta más triste que muchos casos (reales) queden eternamente silenciados por el miedo, la represión, pero nunca por el olvido.
En este cuento Anaïs Nin nos deleita haciendo gala de una prosa ágil, fresca, exquisita, con la descripción de algunas escenas eróticas. Sin embargo, el cuento va mucho más allá del mero entretenimiento libidinoso y nos golpea también al narrar los atropellos que comete el protagonista, cuyo perfil psicológico se define por ser un individuo antisocial, narcisista, carente de sentimientos más allá de los orientados a seducir y obtener su exclusivo placer, sin asomo de remordimientos, que incurre en la pederastia incestuosa hasta acabar totalmente enloquecido y abandonado por todos.